/ Sex, Love, and Communist Revolution

Rilke: Descubriendo profundidad en las relaciones humanas

Rilke fue un poeta austriaco muy, muy sexy, profundamente influenciado por Nietzsche y Lou Andreas-Salomé. Su obra es una fusión exquisita de carne y espíritu, rebosante de anhelo existencial, como si cada estrofa fuera un secreto susurrado entre amantes. Un vagabundo, un trotamundos, un paseante, un buscador de tierra santa; Thoreau se habría sentido orgulloso de él. Y aunque su alma tierna podría haber sido demasiado delicada para el gusto de Henry Miller, creo que habría sido un gran compañero de parrandas para él. ¿Se imaginan un trío con estos dos? Süskind debió leer a Rilke para captar la voluptuosa tristeza en la escena final de El Perfume: una multitud tan acostumbrada al miedo y la soledad, al hambre emocional, que cuando la belleza los confronta tan directa y repentinamente, la consumen hasta los huesos. Arrancan la flor de raíz en lugar de simplemente contemplarla, en lugar de amarla. 

Lo descubrí a través de una chick flick, no una comercial, sino una película LGBTQ+ de 2001, por si eso me ayuda a parecer menos femenina y más “intelectual”. Tenía dieciséis años y ya había vivido un poquito de más. Para entonces, le debía la vida a libros desgastados y al cálculo salvaje del sexo. Las Cartas a un joven poeta me desgarraron. Sus palabras enmarcaron mi caos; cada palabra se sentía como un regalo, una explicación de por qué la vida me había parecido tan llana, confusa y, sin embargo, magnética hasta ese momento. “Todo” significaba, en ese momento, todo, desde mis relaciones con mis padres, la familia de mi madre, mis amigos, los padres de mis amigos y, por supuesto, los chicos —al principio, fueron sólo chicos, hasta el movimiento zapatista, la violenta geopolítica de mi país e incluso el universo.

Borgeby Gård, Flãdie, Suecia, 12 de agosto

[…]

Más el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido la existencia del individuo. También las relaciones de ser a ser han quedado cercenadas por él. Valga el símil, han sido descuajadas del cauce de un río [vibrante] de posibilidades infinitas, para ser llevadas a un lugar yermo de la ribera, donde nada sucede. 

Pues no sólo por desidia se repiten las relaciones humanas con tan indecible monotonía y sin renovación alguna de un caso a otro, sino también por temor y recelo ante cualquier vivencia nueva y de imprevisible trascendencia, que uno cree superior a sus fuerzas. 

Pero sólo quien esté apercibido para todo, sólo quien no excluya nada de su existencia, ni siquiera lo que sea enigmático y misterioso, logrará sentir hondamente sus relaciones con otro ser como algo vivo y sólo así estará en condiciones de tocar las profundidades de sí mismo. 

Pues en cuanto consideramos la existencia de cada individuo como una habitación mayor o menor, queda de manifiesto que los más sólo llegan a conocer apenas un rincón de su aposento. Un sitio junto a la ventana. O bien alguna estrecha faja del entarimado, que van y vienen recorriendo de un lado para otro. Así disfrutan de alguna seguridad.

[…]

— Rilke, R. M. (1904). Cartas a un joven poeta: Carta Ocho.

Al leer esto, apenas sonreí, encurvé los labios como una cicatriz. La confianza en uno mismo que se requiere para semejante desafío es un lujo, uno que no es conocido de dónde vengo, uno que estoy feliz de expropiar. Las “experiencias inconcebibles” de las que Rilke habla, no son abstractas para mí: son la textura de mi piel, el peso de mis huesos. Las he vivido, las he sobrevivido. Y tal vez, sólo tal vez, eso es lo que quiere decir. Quizás mi habitación no sea pequeña, sea vasta, y puedo mapear cada centímetro de ella, incluso los rincones oscuros. Pero contra los principios de Rilke de la soledad como salvación: a través de la gente que entrará en ella, de los “otros”, los desconocidos, la comunidad. Tal vez podría permitirme imaginarme saliendo de esa estrecha franja que “ellos” quieren que camine de un lado a otro. No porque no tenga miedo, sino porque es la única manera de tocar un poco de libertad. Y tal vez eso sea suficiente.

Hice de estos pensamientos mis mantras, mis oraciones. Pasaron poco más de dos años para que otro pensador se sentara en mi altar. Reich, sí, antes de Marx, mi amado Guillermito. Un diluvio después de la llovizna de Rilke. Donde Rilke romantizó la soledad, Reich la diseccionó: la plaga emocional, los cuerpos acorazados, la forma en que el capitalismo estrangula al eros hasta la sumisión; y Marx, Marx construyó armas contra la violencia exterior: la alienación, la explotación, la mercantilización del tacto. ¿Ese “rincón oscuro” donde el miedo se cuaja en anhelo? Ahí es donde los pulsos orgónicos de Reich y las cadenas de Marx chocan.

Sobrevivir no es poesía. Pero Rilke, Reich y Marx, ¿juntos?, redefinieron lo “inconcebible”. Amar profundamente bajo el capitalismo es rebelarse: quitarse la armadura, destruir la fábrica de alienación y dejar que la habitación respire.

Mi primer amor siempre será Rainer Maria Rilke. Siempre.

Entonces, ¿cómo ocupas tu habitación? ¿Caminas por la estrecha franja que te han asignado, plácido en tus cadenas? ¿O —como el vagabundo curioso de Rilke, el cuerpo desarmado de Reich, el proletariado consciente de clase de Marx— te extiendes hacia las sombras, atreviéndote a buscar más?