/ Sex, Love, and Communist Revolution

¿Alguien puede conocerte antes que tú misma?

¿Enamorarse de alguien que aún no eres? #GachupínEyes

No había sido necesario rozarnos al cruzar; nos habríamos sentido a kilómetros de distancia. Uno noventa de altura con los rizos más deslumbrantes del mundo, vestido de lino blanco y sandalias: treinta y siete años, isleño, andaluz. Mientras el recuerdo de ese primer encuentro me cimbra, me muerdo los labios para reprimir el deseo.

—A que tú quieres bailar conmigo.

—¿Qué?

La intoxicante cadencia de su acento español me hace girar.

—Sí, que vamos tarde para bailar.

Me pasa por la cabeza brevemente hacerme la difícil, preguntarle quién se cree que es, pero ¿para qué? Nunca lo había hecho antes, nunca me gustó lo que dice sobre las dinámicas de poder en las relaciones. Si en algo puedo confiar en mí es en saber si alguien me va a lastimar o si le voy a lastimar yo, y a primera vista ya sabía la respuesta. En cuanto escuché ese acento, rítmico, serio, tranquilo, lleno de confianza, fácilmente podría haberme desnudado en plena calle y yo lo habría dejado, sin chistar. 

—Sí, se hace tarde —respondí con una sonrisa curiosa.

Me toma de la mano y nos lleva a un bar en la calle Génova.

—¿Qué quieres beber?

Sólo a ti. Nada que empañe esta claridad, pienso, apoyando la mano en su pierna.

—Whisky, solo.

Me acerca hacia él y me susurra al oído. Ansío un beso, pero él saborea la espera. En cambio, me giro para enredar mis dedos en sus increíbles rizos largos y canosos.

Coqueteamos un rato antes de ir a un club de salsa.

—Confieso que no sé bailar, pero quiero hacer contigo todo lo que te gusta, y todo lo que me gusta.

¡Madre mía! No se equivocaba con el baile ni con la precisión de sus palabras: detonan, me provocan. Para entonces, sólo deseaba llevarlo a mi cama, pero el coqueteo en la pista de baile seguía dando frutos. Quizás la moderación amplificaría el placer después. No lo entendía: nunca esperaba, nunca retrasaba un encuentro. Tomaba lo que quería cuando quería. Pero esta vez, dejé que la tensión creciera.

La ciudad se desdibujó, dejando sólo el ritmo de su acento, un calor flamenco en mis venas. Llegamos a su hotel a tropezones, riendo y besándonos. Doy saltos como una niña, ebria de endorfinas, no de whisky. Me levanta sin esfuerzo —no soy una esbelta damisela, pero me sostiene como si fuera una pluma— y cruzamos la puerta a tientas. En el umbral, nos besamos exhaustivamente, explorando nuestras siluetas, persiguiendo el vertiginoso torrente de las hormonas y los desmayos efímeros que provocan. Me lleva a la cama, sin urgencia pero con certeza.

¡En qué frenesí nos convertimos! Me quedo encima de él, apresurando su ropa al suelo. Me quita el vestido. Sus manos, enormes y poderosas, recorren mi espalda, sus pulgares rodean mis pezones. No necesitaba hundirme en él ni guiarlo; todo estaba alineado, todo fluía sin prisas, como si lleváramos haciendo esto desde siempre. No era una one-night stand cualquiera. La lujuria ardía en nuestros ojos, sí —el ansia de piel sudorosa, de cada ángulo poco romántico, del sabor de todos nuestros fluidos—, pero debajo latía un reino donde la conexión no era una sensación, sino una certeza. El calor sube, el sudor gotea, y el mundo se vuelve blanco, cristalino, mientras olas de amor lo inundan todo. 

Arqueo la espalda para un segundo acto, pero él me baja con suavidad, acariciando mi piel mientras aún está dentro. Sin palabras, comprende que anhelo una sensación diferente, pero no renuncia a mi cara. En cambio, besa la más pequeña de mis aberturas, y florezco como una flor, firme y dulce, salvaje y tierno. Nunca le había permitido esto a un amante; en ese entonces, la ternura sólo pertenecía a Marx Eyes, mi exmarido comunista. Nos movemos hasta que la luz blanca se desvanece de nuestros cuerpos y se filtra suavemente por las cortinas.

En el desayuno de las tres de la tarde, diseccionamos nuestras vidas. Mis casi veintitrés años: mi trabajo como diseñadora editorial, la comuna marxista-leninista-reichiana que ayudé a construir, mi amor por el sexo y la comida (tal como lo predijo una adivina con acento español cuando tenía siete años), mi exmarido y nuestros amantes. Sus treinta y ocho (ya había pasado el 10 de mayo; así que fuí su regalo de cumpleaños), su gusto por la música metal, su regreso a España después de once años enseñando en Inglaterra. Me mira fijamente:

—¡Me gustas tanto! ¡Me has encanta’o!

Seguimos coqueteándonos con palabras, miradas, caricias más que afiladas. Me llama increíble, insiste en mis decisiones —lo que hago, cómo pienso— le fascinan. Yo reparo:

—Es suerte. A quién conocí. Cómo se alinearon las cosas. Yo no hice nada.

—Pero sí que lo hiciste. La suerte es para la lotería. Tú… tú te lo has ganado. Eres tú.

Repite esas dos palabritas hasta que cambian el significado de todo.

Me pide que me mude a España; al principio no con él, pero cerca. Comprometidos pero libres, justo como me gusta. Me niego al instante. El  “cuerpo emocional” de Marx Eyes aún no estaba frío; no podía imaginar la vida sin él. No por amor, sino por codependencia no admitida en ese momento.

Seguimos viéndonos hasta que llegó el momento de que se fuera. Por las noches, dábamos largos paseos para jugar, sus manos se deslizaban bajo mi vestido para agarrarme una nalga o juguetear con mis pechos debajo de mi blusa. Semanas después, me despido de él en el aeropuerto, muy al estilo de Hollywood. En el taxi, bromeo sobre reencontrarnos como desconocidos canosos en una isla asiática, compartiendo un nuevo primer beso a los setenta años. Me río; él no.

En Skype, veo su ira encenderse cuando comprende que mi decisión no ha cambiado —no iría a Algeciras, ni a la isla. Tras dejar por fin a Marx Eyes, espera que ceda. No lo hago. No era sólo esa relación—era un vacío más profundo. Yo no era aún la mujer que sólo él parecía conocer.

Los años se contorsionan. Me convertí en curadora del tacto, coleccionando amantes como versos, aunque ninguno transcribió el salmo que él había grabado en mis huesos. Hasta que Big Brown Eyes —un marxista italiano con música en sus besos— reflejó mis fragmentos, no como ruinas, sino como arte. Me ofreció un futuro, no como jaula, sino como lienzo. Nunca antes había visto un futuro para mí, ni con alguien, ni sola. Pensé que era un “uno de único” con quien podría crecer y seguir descubriendo a esa mujer asombrosa que una vez enamoró, a primera vista, a un hombre más que deslumbrante.

Entonces, el mensaje:  “Cielo, tu Gachupín te espera.” Madrid en otoño, una cita con el destino. Quince años, y sin embargo, el hilo permanecía intacto. Esta vez, llegaría—no la joven que huyó hacia las sombras, sino la mujer esculpida por su propio fuego. Nos encontraremos donde el tiempo se pliega, dos almas reaprendiendo su dialecto, las manos abiertas, los corazones fluidos en el lenguaje de los segundos actos. Ahora que soy yo la de treinta y ocho años.

Soundtrack*

Whisky sin soda – Joaquín Sabina
Cuando el río suena – Alexander Abreu y Havana D’Primera
Yo marco el minuto – Mala Rodríguez
Tútutu Tútutu – El sombrero del abuelo
I Was Made for Lovin’ You – Kiss
Señales de humo – Juan Luis Guerra
Dos días en la vida – Jarabe de palo